La poesía puede presentarse al lector bajo la apariencia de muchas encarnaciones diferentes, combinadas, antagónicas, simultáneas o totalmente aisladas, de acuerdo con la voz que convoca sus apariciones.
Puede ser, por ejemplo, una dama oprimida por la armadura de rígidos preceptos, una bailarina de caja de música que repite su giro gracioso y restringido, una pitonisa que recibe el dictado del oráculo y descifra las señales del porvenir, una reina de las nieves con su regazo colmado de cristales casi algebraicos, una criatura alucinada con la cabeza sumergida en una nube de insectos zumbadores, una anciana que riega las plantas de un reducido jardín, una heroína que canta en medio de la hoguera, un pájaro que huye, una boca cerrada. Las imágenes creadas por sus resonancias se fijan, se superponen, se suceden. ¿Cuál será la figura verdadera en este inagotable calidoscopio? Todas y cada una. La más libre, la más trascendente sin retóricas, la no convencional, la que está entretejida con la sustancia misma de la vida llevada hasta sus últimas consecuencias. Es decir, la que no hace nacer fantasmas sonoros o conceptuales para encerrarlos en las palabras, sino que hace estallar aun los fantasmas que las palabras encierran en sí mismas.
Pero estas conclusiones enuncian características y no significados de la poesía. Y es casi fatal que así sea, porque la poesía en su esencia, en su representación total, así como el universo, como esa esfera de la que hablaban Giordano Bruno y Pascal, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna, es inaprensible. No se la puede abarcar en ninguna definición. Cualquiera sea el centro cambiante desde el que se la considere —pepita de fuego, lugar de intersección de fuerzas desconocidas o prisma de cristal para la composición y descomposición de la luz—, su ámbito se traslada cuando se lo pretende cercar y el número de alcances que genera continuamente excede siempre el círculo de los posibles significados que se le atribuyen. Intentar reducirlos a una fórmula equivale a suspender el vuelo de una oropéndola, a paralizar a un ángel, a domesticar a un dios natural y salvaje y a someterlos a injertos, a operaciones artificiosas y a disecciones hasta lograr cadáveres amorfos. Porque la poesía es un organismo vivo, rebelde, en permanente revolución, y aun la definición más feliz, la que parece aislar en una síntesis radiante sus resonancias espirituales y su mágica encarnación en la palabra, no deja de ser un relámpago en lo absoluto, un parpadeo, una imagen insuficiente y precaria. La poesía es siempre eso y algo más, mucho más.
Tenemos que conformarnos con aludir a ella a través de los medios de que el poeta se vale para alcanzarla, confundiendo así de alguna manera el camino con el objetivo. Unos y otros poetas se han referido y se refieren a la poesía desde el propósito que ha sustentado su acto creador, porque, aunque las consecuencias de éste sean insospechadas, sus procesos están, deliberadamente o no, marcados por la intención de quien los suscita. Es decir, la actitud inicial del poeta tiñe con un sentido último a su poesía, a esa faz particular de la poesía. Quiéralo o no, cada uno funda su arte poética, aun remitiéndose a la negación de toda regla, y le impone sus leyes: las de la libertad absoluta, las del rigor extremo, las del abandono y la brusca vigilancia. Bajo estas directivas que rigen un material en ebullición, una arquitectura pétrea o una sustancia cristalina, el acto creador se convierte, en uno y otro caso, en arco tendido hacia el conocimiento, en ejercicio de transfiguración de lo inmediato, en intento de fusión insólita entre dos realidades contrarias, en búsquedas de encadenamientos musicales o de símbolos casi matemáticos, en exploración de lo invisible a través del desarreglo de todos los sentidos, en juego verbal librado a las variaciones del azar, en meditación sobre momentos y emociones altamente significativos, en trama de correspondencias y analogías, en ordenamiento de fuerzas misteriosas sometidas a la razón, en dominio de correlaciones íntimas entre el lenguaje y el universo. Los enunciados podrían continuar indefinidamente. Sobre ellos planean, entre otras y por no ir más lejos, las sombras de Rimbaud, de Verlaine, de Mallarmé, de Apollinaire, de Eliot, de Bréton, de Eluard, de Reverdy. Entre todas configuran un mosaico hecho de fragmentos complementarios, de tonos francamente opuestos, de zonas que se superponen o se rechazan. Ampliando esta visión con los colores de otras épocas y otros territorios, aparece un panorama general aún más contradictorio, pero ilustrado en sus armonías y en sus disonancias por experiencias prestigiosas, por ejemplos que no se pueden descalificar aun cuando frente a algunos de ellos nuestro punto de partida se encuentre en la otra orilla.
Recorrer la trayectoria de la poesía desde la formulación del encantamiento y su consecuente palabra de poder hasta la época actual es un camino en doble espiral, tan largo como la génesis del lenguaje y tan tortuoso como la historia del hombre.
Pero condensando todos los ismos, que unen y separan como los verdaderos istmos, reuniendo en un solo cuerpo las palabras que nacen, crecen, mueren y renacen, es posible afirmar que más allá de cualquier posible discrepancia de acción y de fe, la poesía se alza a través de los siglos como un acto de fe, como una crítica de la vida, un cuestionamiento de la realidad, una respuesta frente a la carencia del hombre en el mundo, una tentativa por aunar las fuerzas que se oponen en este universo regido por la distancia y por el tiempo, un intento supremo de verdad y rescate en la perduración.
Ignoro cuál sería el porvenir de la poesía en un mundo regido por una técnica impensable o por una imposible perfección. Silencio, canto de alabanza, escalofriante mecánica que se genera a sí misma, tal vez, y digo tal vez porque no puedo dejar de creer que la poesía no sea una infinita probabilidad. Más aún, porque no puedo pensar en un mundo perfecto, sin muerte, sin restricciones, sin ignorancias ontológicas, sin barreras entre el tú y el yo, un universo de revelaciones y unidad que haga innecesaria la búsqueda de significados, la ronda de esos signos en rotación en permanente disponibilidad, de los que habla Octavio Paz, y a través de los cuales reagrupamos en núcleos magnéticos los trozos dispersos de nuestra realidad visible e invisible.
Mientras tanto, aquí y ahora, los poetas siguen conviviendo con las palabras. Las nutren, las mastican, las aplastan, las pulverizan; combaten por saber quién sirve a quién, o pactan con ellas, o tienen una relación semejante a la de los amantes. El poeta elige su expresión. Elige la palabra como un elemento de conversión simbólica de este universo imperfecto. La idea de que el nombre y la esencia se corresponden, de que el nombre no sólo designa sino que es el ser mismo y que contiene dentro de sí la fuerza del ser, es el punto de partida de la creación del mundo y de la creación poética. Ambas emanan del verbo que confiere la existencia.
Separado de la divinidad, aislado en una fracción limitada de la unidad primera o desgarrado en su propio encierro, el individuo siente permanentemente la dolorosa contradicción de su parte de absoluto, que lo arrebata, y de sus múltiples, efervescentes particularidades, que le permiten vivir. Quiere ser otro y todos sin dejar de ser él, no invadiendo sino compartiendo. Ese sentimiento de separación y ese anhelo de unidad sólo culminan y se convierten en fusión total, simultánea y corpórea, en la experiencia religiosa, en el acto de amor y en la creación poética. El "yo" del poeta es un sujeto plural en el momento de la creación, es un "yo" metafísico, no una personalidad. Esta transposición se produce exactamente en el momento de la inminencia creadora. Es el momento en que la palabra ignorada y compartida, la palabra reveladora de una total participación, la palabra que condensa la luz de la evidencia y que yace sepultada en el fondo de cada uno como una pregunta que conduce a todas las respuestas, comienza a enunciarse con balbuceos y silencios que pueden corresponder a todos y a cada uno de los nombres que encierran los fragmentos de la realidad total. Su resonancia se manifiesta en una sorpresiva paralización de todos los sistemas particulares y generales de la vida. El poeta, con toda la carga de lo conocido y lo desconocido, se siente de pronto convocado hacia un afuera cuyas puertas se abren hacia adentro. Una tensión extrema se acaba de apoderar de la trama del mundo, próxima a romperse ante la inminencia de la aparición de algo que bulle, crece, fermenta, aspira a encarnarse, en medio de la mayor luz o de la mayor tiniebla. El ser entero ha cesado de ser lo que era para convertirse en una interrogación total, en una expectativa de cacería en la que se ignora cuál es el cazador y cuál es el animal al que se apunta. Algo está condensándose, algo está a punto de aparecer. Algo debe aparecer o el universo entero será aspirado en una imprevisible dirección o estallará con un estrépito ensordecedor en otros millares de fragmentos.
El poeta traspone entonces las pétreas murallas que lo encierran y sale a enfrentarse con los centinelas de la noche.
Va a acceder al mundo del mito, va a repetir el acto creador en el limitado plano de la acción de su verbo, va a enfrentarse con su revelación.
No importa que ese momento ejemplar —eterno en la eternidad como el molde del mito— tenga de este lado la duración exacta de un momento del mundo, ni que la palabra que ha usado como un arma de conocimiento y un instrumento de exploración ofrezca después el aspecto de un escudo roto o se convierta en un humilde puñado de polvo.
Ha penetrado, de todas maneras, o ha creído penetrar, en la noche de la caída, la ha detenido con su movimiento de ascenso y ha revertido el tiempo y el espacio en que ocurría. El pasado y el porvenir se funden ahora en un presente ilimitado donde las escenas más antiguas pueden estar ocurriendo, al igual que las escenas de la profecía. Es un tiempo abierto en todas direcciones. El vacío que precede al nacimiento se confunde con el vacío adjudicado a la muerte, y ambos se colman de indicios, de vestigios, de señales.
"¿Qué memoria es esa que sólo recuerda hacia atrás?", dice la Reina Blanca de Alicia en el país de las maravillas, y entonces es posible responderle que la memoria es una actualidad de mil caras, que cada cara recubre la memoria de otras mil caras, y que si el pasado ha estampado sus huellas infantiles en los muros agrietados del porvenir, también el futuro ha dejado su marca fantasmal sobre el pretérito.
Tampoco la distancia que nació con la separación existe ya. La sustancia es una sola, sin fisuras, sin interrupciones. Es posible ser todos los otros, una mata de hierba, una tormenta encerrada en un cajón, la mirada de alguien que murió hace dos mil quinientos años.
Se está frente a una perspectiva abierta y circular, pero aún en los umbrales del exilio. Es un viaje largo y solitario el que se debe emprender en las tinieblas. El que se interna amparado por la lucidez, como por el resplandor de una lámpara, no ejercita sus ojos y no ve más allá de cuanto abarca el reducido haz luminoso que posee y transporta. El que avanza a ciegas no alcanza a definir las formas conocidas que se ocultan tras los enmascaramientos de las sombras, ni logra perseguir el rastro de lo fugitivo. No hay conciencia total ni abandono total. No hay hielo insomne ni hervor alucinado. Hay grandes llamaradas salpicadas de cristales perfectos y grandes cristalizaciones que brillan como el fuego. Hay que tratar de asirlas. Hay que encender y apagar la lámpara de acuerdo con los accidentes del camino.
Los senderos son engañosos y a veces no conducen a ninguna parte, o se interrumpen bruscamente, o se abren en forma de abanico, o devuelven al punto de partida. Hay muros que simulan espejismos, imágenes prometedoras que se alejan, ejércitos de perseguidores y de monstruos, apariencias emboscadas, objetos desconocidos e indescifrables que brillan con luz propia, terrenos que se deslizan vertiginosamente bajo los pies. Se viven confusiones desconcertantes entre la pesadilla y la vigilia, lo familiar resulta impenetrable y sospechoso y lo insólito adquiere la forma tranquilizadora de lo cotidiano. Se tiene la sensación de haber contraído una peste que puede producir cualquier transformación, aun la más inimaginable, y hay una fiebre que no cesa y que parece alimentarse de la duración.
El poeta cree adquirir poderes casi mágicos. Intenta explorar en las zonas prohibidas, en los deseos inexpresados, en las inmensas canteras del sueño. Procura destruir las armaduras del olvido, detener el viento y las mareas, vivir otras vidas, crecer entre los muertos. Trata de cambiar las perspectivas, de presenciar la soledad, de reducir las potencias que terminan por reducirlo al silencio.
A lo largo de todo este trayecto, la palabra —única arma con que cuenta para actuar— se ha abandonado a las fuerzas imponderables o ha asumido todo el poder de que dispone para trasmutarse en el objeto de su búsqueda. Por medio del lenguaje, emanación de la palabra secreta, el poeta ha tratado de trascender su situación actual, de remontar la noche de la caída hasta alcanzar un estado semejante a aquel del que gozaba cuando era uno con la divinidad, o de continuar hacia abajo para cambiar lo creado, anexándole otros cielos y otras tierras, con sus flores y sus faunas. El hecho es el mismo: es la repetición del acto creador por el poder del verbo. Por el poder del verbo, el poeta se ha entregado a toda suerte de encadenamientos verbales que anulan el espacio, a ritmos de contracción y expansión que anulan el tiempo, para coincidir con el soplo y el sentido de la palabra justa: del sea o del hágase. Pero el poder del lenguaje es restringido por todo el precario sistema de la condición humana. La palabra secreta, capaz de crear un mundo o de devolver este a sus orígenes, no se manifiesta a través de ninguna aproximación. El poeta ha enfrentado lo absoluto con innumerables expresiones posibles, solamente posibles, con signos y con símbolos que no son la cosa misma y que suscitan también imágenes analógicas posibles, solamente posibles. Entre ese inabordable absoluto y este reiterado posible se manifiesta la existencia del poema: lo más próximo de esa palabra absoluta.
El poema: un instrumento inútil, una proyección del acto creador que fue descubrimiento, un pálido mapa del territorio de fuego que se atravesó.
Para el poeta todo ha terminado, por ahora. Al lector le corresponde entonces instalarse frente al poema que interroga y responde, en su condición de objeto y de sujeto, y rehacer a través de ese mapa su propio territorio de fuego, retomar el camino de su revelación. Cada intérprete encontrará en cada vocablo su propio alcance, no por ambiguo, sino por encerrar una infinita posibilidad.
En conclusión y en resumen, a través de toda la trayectoria de esta extraña aventura, se hace evidente que la poesía es una tentativa perversa y malsana.
Es perversa porque el poeta se obstina en asir una presencia que se le escabulle, en retener un agua milagrosa que no toma la forma de ningún cuenco, en traducir un texto cuya clave cambia de código permanentemente. Es perversa porque es una tentativa tenaz, desesperada y desesperanzada, que se vuelve a recomenzar después de cada frustración. Ya que eso es cada poema si lo comparamos con esa inmersión en lo absoluto que es su lugar de origen: un objeto inacabado, apenas un reflejo elusivo en un azogue avaro, apenas una opaca cartografía de un viaje deslumbrante, apenas la aproximación a un centro que siempre se sustrae. Como en el mito de Sísifo con su invencible piedra, o como en aquella condena que Gómez de la Serna imaginaba para Lautréamont, cuyo blasfemo canto iii Dios rompía, implacable, sin haberlo leído, enviándolo a escribirlo de nuevo cada día, el poeta debe recomenzar otra vez su interrumpido e interminable poema, su precario puente entre lo perdurable y lo momentáneo. Es un curioso acto de fe el de esta afirmación que lleva implícita gran parte de negación, el de este misterio de amor que nos lleva a ligarnos incondicionalmente a lo que nos ha vencido, por más que, como bien lo expresó Jean Paulhan, el poema sea también como un soplo de aire puro que nos llega después de haber estado a punto de perder el aliento, o como un poco de salvación en el fondo de la pérdida, o como el alivio de haber salvado el lenguaje después de haberlo expuesto al mayor de los peligros.
Dije que la poesía es una tentativa perversa y agregué que es una tentativa malsana. Y lo es, porque, como hemos visto, el poeta se expone a todas las temperaturas, desde la del hielo hasta la de la calcinación; soporta tensiones opuestas, desde la exaltación hasta el aniquilamiento; camina sobre tembladerales; se sumerge en profundidades contaminadas por todas las pestes del silencio y la palabra; transgrede las leyes de la gravedad y del equilibrio; pasa del vértigo hacia arriba a la caída en el espacio sin fin; encarna con perplejidad en cuerpos ajenos; padece asfixias y amenazas de desintegración, mientras permanece unido al seguro lugar de su diaria existencia sólo por un hilo que adquiere por momentos la fragilidad de lo imaginario.
¿Y para qué? ¿Para qué sirve este oráculo ciego, este guía inválido, este inocente temerario que se inclina a cortar la flor azul en el borde de los precipicios? Reduciendo al máximo su misión en este mundo, prescindiendo de su fatalidad personal y de sus propios fines, y limitando su destino al papel de intermediario que desempeña frente a los demás, aun sin proponérselo y por antisocial que parezca, diremos que ayuda a las grandes catarsis, a mirar juntos el fondo de la noche, a vislumbrar la unidad en un mundo fragmentado por la separación y el aislamiento, a denunciar apariencias y artificios, a saber que no estamos solos en nuestros extrañamientos e intemperies, a descubrir el tú a través del yo y el nosotros a través del ellos, a entrever otras realidades subyacentes en el aquí y en el ahora, a azuzarnos para que no nos durmamos sobre el costado más cómodo, a celebrar las dádivas del mundo y a extremar significaciones, ¿por qué no?, cuando la exageración abarca la verdad.
Olga Orozco (Toay, 1920 -Buenos Aires, 1999)
En Revista Ultimo Reino. No. 14. Buenos Aires, 1985.
No conocía este texto de Orozco. (En verdad, hasta ahora sólo tuve acceso a sus versos.) Gracias por difundirlo.
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