Entiendo que la poesía introduce en el mundo una perspectiva extraña y desconcertante. Hablo de un enfoque y de un tono, también; hablo de una manera privativa de usar el lenguaje que organiza formas novedosas, produce significados inéditos y disloca las expectativas rutinarias de lectura.
Sin
embargo, esta afirmación defecciona a causa de su generalidad. Le cabe a toda la
poesía como género de escritura y por eso mismo, debido a su carencia de
especificidad, muy poco dice sobre la poesía de Laura García del Castaño, acerca del arte de escribir que ensaya
en este libro. ¿Qué hace ella con el lenguaje? ¿Qué le hace (sentir y saber) a
las palabras, a la sintaxis, a las significaciones que se apartan de los
carriles lingüísticos y semánticos preestablecidos? El apartamiento y la
transgresión de los usos habituales del lenguaje, a la vez que sorprenden e
incomodan a los lectores, inciden en el trato del tema que aglutina los poemas
de este libro. Porque si bien El animal
domesticado habla de la muerte, la
escritura de Laura ubica este asunto de corte universal en la órbita de un
prisma que lo ilumina y singulariza.
Si
bien el montaje predomina en el poema que abre El animal no domesticado, un texto coral, construido a partir de la
cita de una profusión de voces anónimas, su llamativa estructura constituye una
excepción, ya que en el resto de los poemas una primera persona escande los
versos y organiza el decurso del poema a partir de un núcleo semántico que
concentra y, al mismo tiempo, expande las significaciones. Esa primera persona
narra, recuerda, interroga, reflexiona y afirma. Una variedad de actos de habla
coexisten y superponen en El animal no
domesticado para construir el texto poético como una unidad densamente
significativa y sólidamente rítmica.
Laura
parte de experiencias autobiográficas y las transfigura con el propósito de
construir una voz única e irrepetible. Construye una dicción que expresa su
personalidad y en la cual se materializa, discursivamente,
una manera de percibir y ver el mundo. Concreta, según el compás de una
cadencia y conforme al pulular de imágenes explosivas, una tentativa de
concebir la muerte como un fenómeno irreductible y turbulento que flexiona y
enrarece el lenguaje poblándolo de antinomias, ambigüedades y paradojas:
Todos los días rebalsa la muerte
su miseria
violenta una puerta
entra en una casa
es el animal menos amado.
Nada
como la presencia virulenta (y al mismo tiempo salvaje) de la muerte para interrumpir
el flujo automático de las palabras, injertar discontinuidades y extender los
significados hasta el límite del sinsentido.
La
escritura de Laura García del Castaño, torrencial e ígnea, abrasadora y furiosa, desborda intempestivamente los
lindes del verso y se vuelca hacia la prosa narrativa tornándose relato de la
cotidianidad opresiva o evocación punzante de lo irremediable. Entreverada con
lo mundano (con la prosa rústica del mundo), su poesía yuxtapone la transparencia
de un lenguaje directo y ostensivo a la opacidad de un discurso que se aleja de
las referencias explícitas y descubre semejanzas extraordinarias:
Como todas
las mañanas
tomé la
gamuza
rocié el Blem
y lustré el
ataúd del fondo
Lustré
el tórax de
un gigante congelado
[…]
Lustré
el capullo de
un insecto que se pierde
la nave de un
ser que nos deja
el escudo de
una moneda extranjera
la falsa
alcancía de la muerte.
Esa
mixtura – que tutela el poema antes citado- recorre el poemario entero en el
cual, por otra parte, hay algunos poemas en los que se puede reconocer algo así
como la promulgación de una poética. Por ejemplo:
Lo
real va por detrás de la visión
Y la visión
por detrás del sueño
El sueño es
Apartándose
del registro realista, Laura labra visiones oníricas. Como se lee al final de
otro poema, el ojo de la imaginación se afina y apunta: “Una mera puntería
/para darle a cosas / que no caerán en este mundo”. ¿A dónde se desploma
aquello que el lenguaje captura en plena fuga? ¿A otro plano de la realidad, es
decir: a este mundo que ya no es el mismo porque las videncias que el poema
inscribe en su cuerpo lo han transfigurado definitivamente? Entonces, no se
trataría de reproducir lo existente sino de recorrer, con el ojo ardiente de lo
imaginario, su superficie para encontrarse con las fisuras que revelan ese estado
recóndito y extraño de las cosas que los automatismos de la mirada pierden de
vista. Pero también en la escritura que prolifera en visiones se expone un
aplazamiento perenne: de lo real por la visión, de la visión por el sueño que
es asimismo inalcanzable. Ese retardo -que convierte a lo real en un resto de
visiones que nunca atrapan el acontecer del sueño y colman al lenguaje de
imágenes inflamadas- signa la poesía que Laura García del Castaño escribe.
Escritura
de lo que escapa sin solución de continuidad, de lo que en su huída incesante
deja residuos que son señales de otro mundo (de lo otro que reside, agazapado,
en este mundo). Escritura de las huellas que el deseo esparce en su andar
inagotable y errático.
Así,
con imágenes flamígeras, visiones del sueño inaprensible, vestigios del deseo que
no cesa de empujar y dispararse, El
animal no domesticado trata sin pudores de la muerte. Para la perspectiva
que su autora erige y despliega en este libro, la muerte no es un asunto que
habilite especulaciones metafísicas ni promueva elegías plañideras. Habla de
los discursos, comedidos y maquinales, que se pronuncian en un velatorio o en
una procesión. Habla de cuerpos vencidos y rígidos, de restos (como dicen las
necrológicas) que se visten y rasuran, que se velan, se trasladan y después se
entierran. Habla de las tareas administrativas y los ritos altamente
codificados que, en esta época, los deudos están obligados a ejercitar cuando
un allegado se muere. Habla de las labores, aburridas y apáticas, en las que
los sobrevivientes se empecinan con el objetivo absurdo de domesticar la
muerte.
El
título del libro, una abreviatura de la cita de Pascual Quignard (“Es libre el animal
que no está domesticado”) que hace las veces de epígrafe, adelanta la línea de
sentido que amalgama los poemas. Una metáfora integral. La muerte: el animal no
domesticado. Hay una dimensión biológica en el hecho de morir, un sistema
colapsa y deja de funcionar. Somos mortales; nos extinguimos al igual que otros
sistemas biológicos, que otros mamíferos, que otros animales. El cadáver es un
signo inequívoco de eso que se apaga y detiene. Pero, sin embargo, una vez que
el cuerpo fenece, después de las exequias, la muerte constituye una fuerza indómita
que circula libremente entre los que viven saturando de anomalías y equívocos
la existencia. Gozosa, ¿diabólica?, se potencia y vitaliza trastornando las
palabras cuando intentan cercar la impertinencia de su flujo, ceñir su
fluctuante condición de ausencia-presencia. Junto a un cuerpo sin vida, sólo se
puede:
asumir el
desprecio de la muerte
intentar
descubrir qué le fascinó de este hombre
por qué nos
sigue ignorando.
Prestemos
atención a este brevísimo texto, que se parece a un silogismo; a la sinopsis casi
aforística de sus versos:
El ataúd para
que la muerte
quede afuera y
de pie
El poema
para
que sólo esté el anuncio
de
lo que no hay.
El
ataúd no puede contener la muerte, que permanece exterior y erguida (mientras
el muerto yace en su interior, acostado). El poema es el anuncio de un vacío,
de una falta. Como ataúd y poema sobrevienen términos equivalentes
y por lo tanto intercambiables, el poema sólo puede nombrar la muerte a través
de semejanzas metafóricas, de nominaciones aplazadas, y el ataúd se constituye
en la confirmación flagrante de que la muerte escapa y prolifera. El sobreentendido, lo que palpita
implícito en este poema, es la constatación exorbitante, de que un abismo incorregible
separa la muerte y del muerto. Con intensidad El animal no domesticado postula y
trabaja esa distancia.
Así
como postula y trabaja esa distancia insalvable, según la cual el muerto no es
la muerte sino un cuerpo que ha llegado a su fin, El animal no domesticado conversa sigilosamente con Los
hombres huecos. A diferencia de lo que sucede en el poema de T. S. Eliot, los
muertos de El animal no pronuncian
soliloquios desesperados, plegarias lúgubres que le reclaman a un dios
indolente consuelo y piedad para su condición de restos parlantes suspendidos en
el umbral del paraíso. El más allá no presenta un dilema teológico, una
dificultad conceptual ni siquiera una disyuntiva estética para la poesía de
Laura que está más decididamente interesada por lo que ocurre aquí, muy cerca,
a diario, en medio del fragor de la contingencia.
Por
otra parte, leyendo sobre muertos que
están despiertos y anhelan vivir a toda costa, sobre cadáveres prolijamente
acicalados para ir no se sabe dónde, me di cuenta de que, silenciados y
rígidos, aún los cuerpos poseen cara, nombre, domicilio, familia, biografía. En
varios poemas, que constituyen un acto de piedad y de compañía póstuma, se los
nombra, retrata y recuerda.
Si
pensamos que en sociedades como la nuestra la muerte se vuelto un comercio inseparable
de la biopolítica, El animal no
domesticado llama a protestar contra esa maquinaria impersonal que rige y
determina el uso de los cuerpos (incluso de los inertes), a no ceder mansamente,
a rabiar contra la agonía de la luz, como dicen unos versos de Dylan Thomas que
Laura invoca con este par de su autoría:
Ladra, ladra
hasta dejar de ser el blanco
hasta dejar
de ver en todas las muertes a tu muerto.
Transcribo ahora parte de un poema:
Escribir como
si se tuviera
una piel de
vidrio, un espejo al fondo
pelo y sangre
de la herida
sufrimiento
animal
o escribir
como si no se tuviera nada
lo que late
pero no para vivir
Así de
estéril
como un
párpado que acaricia el ojo que no ve…
Mediante
la analogía el texto propone una disyunción entre dos modos de escritura, uno
ligado a lo que se posee y otro unido a la carencia. Así, resume las fuerzas
opuestas que coexisten y tensionan la poética que El animal no domesticado declama y, sobre todo, lleva a la
práctica.
Los
poemas de este libro están escritos, simultáneamente, desde el patetismo y la
indiferencia, desde un distanciamiento sarcástico y una compenetración casi
piadosa, desde una mirada que se atiene a los detalles más profanos y que
despega de la inmediatez para cristalizar en imágenes desaforadas. Valga como
ejemplo el poema en que la hija trae del recuerdo la figura indeleble de su
padre fumando en un rincón a oscuras de la casa y la sitúa en un presente
continuo:
Todavía en
medio de la noche veo la colilla encendida
una luz que
no alcanza a iluminar nada
pero prende
fuego a todos los rostros de mi mente.
El animal no
domesticado habla de la muerte, y no es un libro
lindo ni bonito. Su belleza, provocativa y exaltada, rugiente y oscura, suscita
en nosotros algo muy distinto del beneplácito y la gratificación estéticos. Nos
invita, tal vez, a tomar distancia de lo que aceptamos pasivamente: la economía
rutinaria de la muerte (su naturalización impensada), el prototipo de la poesía
como un lenguaje purificado de disonancias y asperezas.
Laura
García del Castaño pone sus ojos de vidente en la diáspora de lo roto y fugado
para trastornar el lenguaje y sacarlo de quicio. El remate de un poema señala:
“Todo ha sido andar / y no ser domesticada.” Trazar un camino que carece de meta, resistir
a las coacciones que sujetan y disciplinan, hacer de la poesía el testigo de un
proceso indeterminado y transgresor: los modos en que El animal no domesticado introduce, en el mundo y en el lenguaje,
un estilo y una visión del mundo que nos incitan a pensar, a decir, a ser
otros, menos mansos, más lúcidos.
José Di Marco |
Muy buen análisis de un gran poemario, de esta exquisita y potente artista. Gracias !!! Alfredo Lemon
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